Nací en Argentina, en la Ciudad de Buenos Aires, en 1949, hija de inmigrantes polacos. Mis padres se dedicaron a trabajar. Al principio en el área textil, y luego mi papá se dedicó a la cría de vacunos. Recorríamos mucho a caballo juntos, y creo que tantas horas compartidas con él son el disparador de las obras. En mi adolescencia practiqué disciplinas ecuestres. Pero nada como esos largos paseos compartidos, de los que volvía destrozada por matungos caprichosos.
La vida parecía haberse acomodado rápidamente, pero fue con mucho esfuerzo que el presente y el futuro lograron acallar las angustias del pasado.
Las fantasías de «M’hijo el Doctor» eran reales para los inmigrantes, y la segunda generación tenía que complacer a la primera con un título. Y obtuve el título de médica muy joven. Ya recibida de Médico Psiquiatra decidí estudiar en Francia. Y allí, mientras me especializaba en la pulsión de muerte, comencé a recorrer museos, muestras, ateliers y aprovechar cuanta oportunidad tuviera para contemplar arte.
Pero no fue en ese contexto que se despertó mi vocación artística. Esas visitas me hacían sentir que el arte estaba más allá de la vida, más allá del placer, más allá del tiempo, pero no que yo pudiera crear.
La capacidad de crear me sorprendió en medio de una vida profesional con grandes logros académicos, pero donde no había lugar ni tiempo para jugar. Amasando arcilla, modelando cera, soldando metales, colando resinas pude encontrar una pasión. Había cumplido con la deuda de ser profesional.
Y así empezó el tiempo de zambullirme en ese mundo diferente, donde las técnicas valen tanto como las ideas, donde el producto final me define como persona o sujeto perteneciente a un contexto social, temporal y espacial determinado. Como alguien con una identidad particular.
Me di cuenta que yo quería que mis obras expresaran sensualidad. O quizá me di cuenta que mis obras expresaban sensualidad. Hay momentos en que las manos o la yema de las dedos corren y recorren superficies suaves y lisas cóncavas y convexas, con ondas y con continuidad. Y eso me da placer.
Admiro a todos los artistas. Pero la obra de Henri Moore, de Henri Laurens, de Picasso, de Braque y de Marino Marini me son particularmente queridas. Recurro con frecuencia a sus imágenes para la resolución de los problemas que se me presentan.
Tuve dos grandes maestros: Leo Vinci y Edgardo Madanes. A ambos les debo no haber intentado corregirme jamás. Solo estimularme y enseñarme a mirar.
Trabajo sin bocetos, sin modelos, sin horarios, a veces sin herramientas, solo con las manos o con herramientas que surgen de la necesidad y de la oportunidad circunstancial.
Cucharas, agujas, un peine, todo sirve. Tengo las herramientas adecuadas, pero están en el taller del Delta. Y si empiezo una obra en la cocina de mi casa?
El taller al borde del Río Luján es mi mundo secreto. Nadie entra. Nadie se atrevería. En el piso de arriba hay canarios sueltos. En el piso de abajo, entre herramientas, tornos, ceras, arcillas y hornos, estoy yo, también en libertad.