Por Ignacio Gutiérrez Zaldívar
Puede haber recesión, inseguridad, pobreza, malestar, pero los artistas continúan creando y buscando realizar su mejor obra. Cuando crean el tiempo se detiene, es el momento de gracia, es cuando su vida tiene sentido. No lo hacen para compartir la belleza con nosotros, buscan su propia satisfacción y si otro también la disfruta, mejor para todos.
He tenido la suerte de conocer a centenares de pintores, dibujantes y escultores, pocos de ellos eran grandes artistas, pero todos eran buenas personas dedicadas al sublime arte de crear. Hace unos años Claudio Escribano, secretario de redacción de La Nación, nos reprochaba al genio de Rafael Squirru y a mi, que siempre escribíamos elogiando al artista o a su exposición y que en la mayoría de los casos, para colmo, eran nuestros amigos, todo lo cual es cierto y somos amigos de aquellos con los que compartimos afectos y esto no le hace mal a nadie.
El sábado falleció un gran hombre y artista. Un hombre puro y feliz de hacer arte, modesto y sencillo. Disfrutó décadas de su casa y amplio taller en Martínez. Llevaba genéticamente todo lo necesario para ser un grande: su padre, un ilustrador uruguayo, definió su vocación; luego estudió en la escuela Manuel Belgrano y también frecuentó a Cesáreo Bernaldo de Quirós. Viajó a Europa a conocer a los grades maestros y en Roma aprendió a restaurar frescos y murales, también a manejar la encáustica y la acuarela.
De vuelta en el país, vive en Jujuy durante 7 años. Fue maestro de escuela, pero con un ingreso seguro y lo más importante: muchos días para dibujar. Conoce a Franca Beer quien lo ayudó a abandonar todo aquello que no fuera pintar. Buenos Aires, Nueva York y París han sido testigos de sus pocas exposiciones.Con nostalgia recuerdo los almuerzos junto a él, a Leopoldo Presas y a Juan Lascano y su queja sobre lo poco que tomábamos whisky. Deja un gran legado, obras monumentales en espacios públicos y un ejemplo de vida para todos sus amigos.